viernes, 30 de octubre de 2009

Amor a la existencia y amor al conocimiento


El amor a la existencia se fundamenta en que toda la naturaleza "rehuye con gran fuerza el no ser"; así, ningún hombre quiere morir: hasta el hombre más miserable elegiría con alegría vivir eternamente en su miseria a una muerte prematura; más aún, todos los animales y las plantas.

El amor al conocimiento se manifiesta claramente en el hecho "de que cualquiera prefiere lamentarse con mente sana a alegrase en la locura". El amor por el conocimiento sólo lo posee el hombre, porque, aunque los animales puedan tener el conocimiento sensible más desarrollado que él, él es el único capaz de conocimiento racional, basándose en la teoría de la iluminación, sugiere que el amor del hombre al conocimiento es superior a cualquier otro porque el conocimiento es superior a cualquier otra actividad.

Dios crea el mundo sin utilizar ningún elemento preexistente y sólo por amor, para comunicar a las criaturas el bien que El posee, haciéndolas partícipes de sus propias perfecciones. El mal surge porque el hombre está vuelto hacia la materia, no porque la materia sea mala, la ha creado Dios. El mal es la negación del amor a Dios.

El mal físico, por ejemplo, las enfermedades, los dolores anímicos y la muerte, son la consecuencia del pecado original, es decir, una consecuencia del mal moral. “La corrupción del cuerpo que pesa sobre el alma no es la causa, sino el castigo del primer pecado: la carne corruptible no es la que ha vuelto pecadora al alma, sino el alma pecadora la que ha hecho corruptible al cuerpo.” En la historia de la salvación, sin embargo, todo esto posee un significado positivo.


La ética antigua se basa en la idea de felicidad. Esto puede llevarnos al relativismo del bien moral, dado lo variado que parece ser el sentimiento de felicidad. Agustín conoce esta variedad, pero sabe también que el alma humano tiene su “lugar natural”. Hacia él gravita, hacia el Uno, que es la verdad y el bien: en una palabra, gravita hacia Dios. “Nos has creado para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.” El amor del hombre, si es lo suficientemente profundo, halla el verdadero camino.


Los amores deben situarse en un orden correcto: en la cúspide se halla el amor a Dios y, por debajo, sucesivamente, el amor al prójimo, el amor a uno mismo y, por último, el amor al cuerpo. San Agustín atribuye a los bienes temporales un valor relativo: el cuerpo debe someterse al alma y el alma a Dios.


La posibilidad de buscar a Dios y de amarle está fundada en la misma naturaleza del hombre. Si fuésemos animales, podríamos amar solamente la vida carnal y los objetos sensibles. Si fuésemos árboles no podríamos amar nada de lo que tiene movimiento y sensibilidad. Pero somos hombres, creados a imagen de nuestro creador, que es la verdadera Eternidad, la eterna Verdad, el eterno y verdadero Amor; tenemos, pues, la posibilidad de volver a él en el cual nuestro ser no volverá a morir y nuestro saber no tendrá más errores.

Esta posibilidad de volver a Dios en la triple manera de su naturaleza esta inscrita en la triple forma de la naturaleza humana, en cuanto a imagen de Dios. “Yo soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; se que soy y quiero; quiero ser y saber. En estas tres cosas hay una vida inseparable, una vida única, una única esencia. La distinción es inseparable, y, sin embargo, existe.

Dios ha creado al hombre para que este sea; pero el hombre puede apartarse del ser y pecar. La constitución del hombre como imagen de Dios le da la posibilidad de llegar a Dios, pero no se lo garantiza. El hombre es en primer lugar, un hombre viejo, el hombre exterior y carnal, que nace y crece, envejece y muere. Pero, en segundo lugar, puede ser también un hombre nuevo, que puede renacer espiritualmente y alcanzar la eternidad.

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