viernes, 30 de octubre de 2009

El hombre como imagen de Dios

San Agustín se esfuerza en hacer tan inteligible como pueda al Dios, que aunque se ha revelado, permanece al mismo tiempo incomprensible. Este conocimiento debe ayudarle a alcanzar un más profundo amor a Dios.

Resulta imposible definir a Dios, es más fácil saber lo que no es, que saber lo que es, si las criaturas son mudables, Dios debe ser inmutable.

Según nos dice la Biblia, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, para que fuera feliz en la tierra, alabando a Dios y dominando la naturaleza. Tomó un poco de barro e hizo una hermosa estatua. Pero era algo muerto, por eso sopló el espíritu de vida en el rostro de esa estatua y le dió alma. El hombre es el único ser que tiene cuerpo y espíritu. El hombre ocupa un lugar intermedio en el cosmos entre los animales y los Ángeles, entre el mundo material y el mundo espiritual. La razón nos hace superiores a los animales.

S.Agustín abandona la idea pitagórica de que el cuerpo es la prisión del alma, pues la encarnación del Verbo obligó a los cristianos a ensalzar el cuerpo humano. Agustín se muestra un tanto fluctuante. Fiel a la tradición bí­blica, considera al hombre como la unidad de cuerpo y alma. Pero cuando aborda la cuestión desde un punto de vista estrictamente filosófico adopta el dualismo platónico: “El hombre es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno” Por supuesto, rechaza la preexistencia del alma, la pluralidad de almas en el hombre y que la unión con el cuerpo sea consecuencia de un pecado anterior.

El ser humano es una unidad. El cuerpo no es la prisión del alma, pues todo lo que ha creado Dios es bueno. El ser humano no es una sustancia resultado de la fusión de otras dos diferentes, como más tarde se dirá en la Escolástica. La unidad consiste en que el alma posee al cuerpo, lo usa y lo dirige. El ser humano propiamente es el alma.

El alma no es eterna como pensaba Platón. Respecto al origen del alma, Agustín se confiesa incapaz de dar una solución adecuada. Dos eran las teorías que circulaban en aquel momento (además de la teoría platónica de la preexistencia y transmigración): el traducianismo de Tertu­liano (el alma es engendrada por los padres) o el creacionismo de San Jerónimo. Sin duda, piensa, el alma de Adán y la de Cristo fueron creadas por Dios; pero la existencia del pecado original le hace difícil admitir lo mismo para el alma de los demás hombres En general, se inclina por un traducianismo calcado del emanatismo de los neoplatónicos: el alma del hijo aparece “como se enciende una antorcha a partir de otra antorcha, de tal manera que, sin detrimento de un fuego, surge un nuevo fuego”.



El hombre es imagen de Dios en su interior. El alma es imagen de la Trinidad. No es de la misma sustancia pero es la más semejante a Dios de todas las criaturas. Los temas fundamentales para S.Agustín son el alma y Dios. Plantear el problema del hombre significa plantear el problema de Dios. El hombre no se encuentra plenamente si no se encuentra con Dios.

El alma humana es imagen de la Trinidad, porque también ella es una y trina, en la medida en que es mente, y como tal se conoce y se ama: “Por lo tanto, la mente, su conocimiento y su amor son tres cosas, y estas tres cosas no son más que una y, cuando son perfectas, son iguales.”

El amor culmina el movimiento del alma iniciado con el conocimiento. El amor es una fuerza ascendente que lleva al alma hasta Dios, donde encuentra la felicidad. Conocer es amar y amar es conocer. El error no es sólo un fallo de la mente, el error es también amor a lo inferior y olvido de lo espiritual.

Las tres facultades del alma humana: la memoria, la inteligencia, la voluntad, juntas y cada una por separado, constituyen la vida, la mente y la substancia del alma. “Yo, dice Agustín, recuerdo que tengo memoria, inteligencia y voluntad; sé que entiendo, quiero y recuerdo, y quiero querer, recordar y entender”. Y recuerdo toda mi memoria, toda la inteligencia y toda la voluntad y de la misma manera, entiendo y quiero todas estas tres cosas; las cuales, pues, coinciden en lleno en su distinción, constituyen una unidad, una sola vida, una sola mente, y una sola esencia. En esta unidad del alma que se diferencia en sus facultades autónomas, cada una de las cuales comprende las otras, esta la imagen de la trinidad divina: imagen desigual, pero con todo imagen.

El alma nos permite concebir vagamente la trinidad divina. El Padre se conoce a si mismo y genera un verbum (el Hijo), la relación entre ambos es el amor del Padre al Hijo (el Espíritu Santo). Por la memoria imita el alma la unidad y la eternidad que es denominación apropiada del Padre, por el conocimiento imita el alma la sabiduría, que es denominación apropiada del Hijo, por el amor imita el alma la felicidad, que es denominación apropiada del Espíritu Santo.

En la Trinidad no existe diferencia jerárquica ni diferencia de funciones, sino absoluta igualdad. No pueda considerarse al Padre como Dios por excelencia, sino que debe considerarse que, en sentido absoluto, Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre, el Hijo y el Espíritu “son inseparables en el ser y, por eso, también actúan inseparablemente”; “La Trinidad misma es el único y exclusivo Dios verdadero”.

Entre Dios que es y conoce todo a la vez, y lo sensible que pasa sin consistencia alguna, está el alma, que retiene el pasado, de este modo surge el tiempo. La identidad del alma consigo misma es la memoria, imagen de la unidad y eternidad de Dios.


La psicología de Agustín destaca el papel de la memoria en la vida interior. No es ninguna casualidad que el análisis de esta facultad se encuentre al final del libro de las Confesiones, junto con el estudio del concepto de temporalidad. Gracias a la memoria, en efecto, el hombre consigue hacerse presente su propia intimidad y construir, a través del tiempo, su identidad personal:

«Mediante ella me encuentro conmigo mismo, me acuerdo de mi y de lo que hice, y cuándo y dónde y como, y de qué modo me hallaba afectado» (Conf, X, 8, 15).

La memo­ria pues, posibilita la vida interior y abre el camino de la introspección y de la búsqueda interior. Pero el abismo del espíritu es demasiado profundo para que pueda ser sondeado totalmente:

«¿Quién ha llegado a su fondo? A pesar de po­seer esta facultad, no consigo abarcar todo lo que soy» (X, 8,15).


«Soy un enigma para mi mismo. Abismo grande es el hombre» (V, 9, 22).


El conocimiento del hombre y el conocimiento de Dios se iluminan recíprocamente, y realizan a la perfección el proyecto del filosofar agustiniano: conocer a Dios y a la propia alma, a Dios a través del alma, y al alma, a través de Dios.



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