jueves, 15 de septiembre de 2011

CONTEXTUALIZACION 4.1 SAN AGUSTIN






LA CIUDAD DE DIOS

Su título latino original es De civitate Dei contra paganos, es decir La ciudad de Dios contra los paganos. Es una obra enciclopédica y desordenada. Se tratan temas muy diversos, como la naturaleza de Dios, el martirio o el judaísmo, el pecado, la muerte, la ley, el tiempo, la Providencia, el destino y la historia, entre otros muchos más. En ella se explica el sentido de la Historia, desde la creación del mundo hasta el Juicio final. Es una historia lineal y no circular, en contra de la concepción griega, dividida en seis edades, correspondientes a los seis días bíblicos de la creación del mundo. 
 
Está dividida en dos partes. Los primeros diez capítulos atacan las opiniones de los que creen que el culto a los dioses paganos tiene utilidad en esta o en la otra vida. Roma se tambalea no por culpa de los cristianos, sino por las miserias del paganismo. Pero no arrastrará consigo sino sus propios pecados. El triunfo de la Ciudad de Dios está asegurado. 
 
Los últimos doce capítulos tratan del origen de las dos ciudades, de la creación y del origen del mal, de su desarrollo y de su desenlace. Al hablar Agustín en el libro XI de Dios, de su bondad y de la creación, compara a la Trinidad con el alma humana y esto le lleva a las tres verdades que podemos descubrir por autoconocimiento. 



El amor permite dividir a la Humanidad en dos “ciudades”: 
 “Dos amores fundaron dos ciudades. El amor propio hasta el desprecio de Dios fundó la ciudad terrena. Y el amor de Dios hasta el desprecio de si mismo fundó la ciudad celestial. La primera se gloria en sí misma y la segunda en Dios. Porque aquélla busca la gloria de los hombres y ésta tiene por máxima gloria a Dios” (La ciudad de Dios IV, 28) 

La historia de las dos ciudades tiene como preámbulo la de las dos ciudades ultraterrenas: la de los ángeles sujetos a Dios con sumisión y amor y la de los demonios desventurados y rebeldes.  La ciudad terrena procede del fraticidio de Caín, mientras que la de Dios tiene su comienzo en Abel. Las vicisitudes de los Patriarcas, de Moisés y de otros personajes bíblicos semejantes, muestran la ciudad de Dios en su peregrinación. La ciudad terrena se desenvuelve, después de Noé y la dispersión de los pueblos, en las grandes monarquías orientales y en Roma.

La tesis es que desde la venida de Cristo se vive en la ultima edad, pero que la duración de ésta sólo Dios la conoce. No hay por qué pensar que se acerca el fin del mundo. El Imperio romano no es nada definitivo. El marco de la Historia es mucho más amplio. Es la lucha de dos ciudades que existen desde los tiempos de Caín y Abel, y que, por tanto, no coinciden con Roma y la Iglesia: la ciudad de los justos y predestinados, y la ciudad de los pecadores y reprobados por Dios. 

En la historia humana es imposible separar la ciudad terrena de la ciudad celeste. La Iglesia, la Ciudad de Dios, albergar también hombres carnales, aunque tal vez deseosos de redención. De ahí surgen las persecuciones, las herejías, los escándalos que tienen una función beneficiosa.

Ambas subsisten mezcladas, hasta que en el Juicio final se produzca la separación definitiva y el triunfo de la Ciudad de Dios. Nada seguro se sabe acerca de cuándo vendrá ni cómo se desarrollará. Desde luego, el juez será el Cristo glorioso, y la última fase de la historia humana estará muy agitada por luchas espirituales y acontecimientos físicos gigantescos; y ciertamente el fin y el juicio representaran una regeneración. 

El resultado final de las dos ciudades será felicidad eterna para una, infelicidad eterna para la otra. La felicidad tiene un carácter transcendental, divino. Los seres humanos no pueden alcanzarla por sus propios medios: la vida humana es desorden, apasionamiento, violencia. La racionalidad y la paz no son de este mundo. Los santos tendrán la bienaventuranza eterna; no sólo para las almas que contemplarán a Dios, sino también para los cuerpos que resucitarán a una vida diferente de la terrena. La forma de la resurrección no está clara.

Se considera a San Agustín el fundador de la filosofía de la historia. La Ciudad de Dios es el primer intento de coordinar los acontecimientos históricos y el progreso de la humanidad, la lucha incesante entre las dos ciudades y la providencia de Dios. Todo progreso de la humanidad se realiza en el sentido de un aumento de la ciudad celeste a expensas de la ciudad terrena. San Agustín nos ofrece una visión de la historia universal a la luz de los principios cristianos. En esta historia, ni el azar, ni el destino o la fortuna representan papel alguno, ni los decisiones o las pasiones de los seres humanos; porque todo está ordenado por Dios, sin que limite la libertad del hombre.








EVOLUCION DE AGUSTIN DE HIPONA

(mezcla 4.1 y 4.2)



Aurelio Agustín nació en Tagaste (en la provincia romana de Numidia; hoy, Argelia), de padre pagano y madre cristiana. Allí hizo sus primeros estudios, que tuvieron una importante laguna: nunca llegó a dominar el griego, y sólo pudo conocer a los grandes filósofos a través de traducciones al latín.

En Cartago estudió retórica y allí descubrió la filosofía mediante la lectura del Hortensio de Cicerón. Decidió, entonces, buscar la sabiduría. La buscó primero en el cristianismo: para los cristianos del siglo IV Cristo era la Sabiduría de Dios. Pero la lectura de la Biblia le decepcionó. Entonces ingresó como oyente en el grupo maniqueo de Cartago.


Según los maniqueos existen dos regiones, la de la luz y la de las tinieblas. Las dos son igualmente poderosas y tienden a expandirse. Cuando entran en contacto se obstaculizan mutuamente, de éste choque surge el tiempo y el mundo. La historia se caracteriza por el intento del Bien de desligarse del Mal. El Mal no puede ser absorbido por el Bien. Agustín continuó como oyente del maniqueísmo durante nueve años. Pero se desilusionó relativamente pronto; era una doctrina simplista, que predicaba la impotencia y pasividad del bien ante el mal, y en la cual no era posible hacer progreso alguno.



El maniqueísmo le ofrecía indudables atractivos. Tenía el aspecto de una doctrina más culta, unía elementos cristianos y paganos, ofrecía una iluminación del alma e identificaba el bien con la luz. Además, a un espíritu como el suyo, atormentado por la lucha moral, le ofrecía una respuesta al problema del mal: «Me parecía que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros (Conf, V, 10. l8).

En 383 Agustín marchó a Roma como profesor de retórica, y al año siguiente Milán, donde había obtenido el nombramiento para el mismo cargo. Allí Agustín volvió a Cicerón y, a través suyo, al escepticismo de la Academia nueva: «pensé que los filósofos académicos habían sido los más prudentes al tener como principio que se debe dudar de todas las cosas, y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre» (Conf V, 10, 19).
 
Milán, situada estratégicamente en el cruce de caminos que pasaban por los Alpes, era la residencia de la corte imperial y un centro brillante de cultura, donde se conocía bien a Platón y el neoplatonismo. La figura más influyente era el obispo Ambrosio, cuyos sermones fascinaron a Agustín. Ambrosio, que conocía bien a Plotino, Filón y Orígenes -sabía griego- practicaba una interpretación alegórica de la Biblia (en el relato de la caída, por ejemplo, la serpiente, la mujer y el hombre eran considerados, como figuras de la delectación, la sensualidad, y el entendimiento que se deja arrastrar por los sentidos). De este modo, Agustín pudo aceptar los escritos bíblicos.

Además, conoció los escritos de Plotino. En ellos descubrió algo fundamental para la historia del pensamiento occidental: Dios y el alma son realidades inmateriales. Casi todos los filósofos antiguos hablan sido materialistas. La conversión filosófica de Agustín al neoplatonismo introduce definitivamente el inmaterialismo en la filosofía posterior.

El neoplatonismo permitirá a S. Agustín explicar la existencia del mal sin recurrir al dualismo maniqueo. Todo lo que existe es bueno, el mal no es una sustancia, sino una privación del bien.












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